Michel J. Sandel, profesor de
la Universidad de Harvard, plantea en su reciente libro La tiranía del mérito, que se ha perdido la noción del bien común.
La meritocracia basada en el éxito, como resultado del propio esfuerzo y no de
la suerte, es una forma de pensar que empodera, pero que tiene un reverso
oscuro. “Si mi éxito es obra mía, su fracaso debe ser culpa suya”. Una convicción
como ésta, hace de la solidaridad casi un proyecto imposible.
El éxito puede ser sinónimo de
salvación y es por ello que en muchas organizaciones donde reina el fantasma
del despido, trabajar duro es el impulso para un mejor desempeño, siendo el
ascenso la recompensa. Esto trae como consecuencia el sentir que uno es
responsable de su propio éxito y por tanto de su destino. Muchas personas
sacrifican libertad y felicidad en la búsqueda del éxito. En las organizaciones
se habla de gestión del talento o guerra por el talento, pero esta “gestión o
guerra”, también promueve personas más individualistas, menos preocupadas por
la suerte de los demás y muy competitivas. Se es ganador o perdedor, llevando la
competitividad al extremo, donde algunos pueden incurrir en faltas a la ética
para poder obtener su salvación o éxito. Ejemplos de este tipo sobran en las
empresas e instituciones de nuestro país.
Por ello, es necesario
reconocer que nadie es un merecedor autosuficiente, que somos afortunados de
estar rodeados de personas que nos permiten ser quienes somos, y que siempre se
requiere de otros para poder expresar los talentos.
Es cierto que en igualdad de
oportunidades, las personas pueden ascender hasta donde sus méritos las lleve,
sin embargo, también es cierto que en la realidad esas oportunidades no son
iguales para todos. En Chile el 1% posee más del 25% de la riqueza generada en
el país, en cambio el 50% de los hogares de menores ingresos concentra algo
cercano al 2%. Sabemos que el acceso a las mejores universidades es para
quienes han tenido una mejor educación obtenida mayoritariamente en colegios
particulares, y que en los trabajos, quienes tengan mejores credenciales universitarias
serán los que tengan mayores posibilidades de éxito. Por el contrario, quienes
no han podido lograr el éxito, recibirán el mensaje implícito de que ello ha
sido por su responsabilidad, por no haberse esforzado lo suficiente. De modo
que se van creando condiciones de resentimiento en personas que también
contribuyen de manera esencial pero que no han conseguido o perseguido el
éxito, y ven que la sociedad no les otorga oportunidades y condiciones dignas
para vivir. Pareciera que la meritocracia no es una solución para mejorar las
condiciones de desigualdad ni tampoco ha sido garantía para obtener el éxito.
Si pensamos como ejemplo en
Alexis Sánchez, uno de los futbolistas chilenos mejores pagados en la
actualidad a nivel mundial, que además tuvo una infancia de difícil pobreza, nadie
dudaría en asegurar que es un ejemplo de meritocracia. No obstante, si no fuera
por su familia, su escuela, su tutor y una industria del futbol que sabe dónde
invertir, o bien, si su talento hubiese sido otro, tal vez la suerte también habría
sido distinta. La igualdad de oportunidades es un factor corrector que permite,
solo a veces, escapar de una dura realidad. Lo importante en una sociedad justa
es considerar también la igualdad de condiciones, donde se valoricen
correctamente los talentos.
La meritocracia es importante porque
valora el esfuerzo personal, pero lo será más cuando las motivaciones no sean sólo
el ascenso y el éxito, sino el amor por el aprendizaje y por expresar los talentos
más allá de la contingencia que les otorga un valor. La sociedad debe ofrecer las
condiciones para que se puedan expresar los talentos en condiciones dignas, no
solo por su valor de mercado, como debiese ocurrir por ejemplo con los
profesores, imprescindibles en los procesos de aprendizaje escolar.
Por su parte, aquellos que
consigan el éxito debido a sus méritos, ojalá no olviden que en ello participaron
también otras personas, como la familia, los profesores y la comunidad. Como
dice el autor del libro señalado, el reconocer que somos afortunados de estar
en una sociedad que premia nuestros talentos particulares, nos puede hacer más
humildes y más generosos a la hora de pensar en el bien común.